El matoneo en los internados era muy común al comienzo del
año cuando llegaban los nuevos o nuevones, como les llamábamos. Los principales
objetivos eran los muchachos de provincia y los campesinos, con los que
llegaban de Bogotá pocos se metían
porque eran bastantes y casi siempre venían del mismo barrio, de esos del sur,
donde algunos pertenecían a una pandilla y se las sabían todas para defenderse
y no se dejaban joder. Pero los chicos provincianos, algunos sin ningún paisano
en el colegio, eran blanco fácil para el bautismo de fuego. Dicho bautismo era
una sesión de golpes o de cochinadas dizque para darle la bienvenida a los
recién llegados. Un ejemplo patético lo da Vargas Llosa en “La ciudad y los
perros”.
Las peleas también eran parte de la vida cotidiana con muchas
diferencias con las que se ven hoy: se respetaba a los dos contrincantes y
nadie más intervenía a pesar de que los dos tenían sus propios seguidores. Las
lides eran a puños, si alguno comenzaba a dar patadas por lo general era el
final del combate y los separábamos; pero a veces dos de los testigos,
terminada la primer pelea, resultaban
dándose en la jeta por algún detalle. En las ciudades si había pandillas a
imitación de algunas películas gringas como West side history y otras
mexicanas; las batallas eran grupales y ellas si salían muchachos sangrando. Pero en los
colegios no pasaban de golpizas con ojos negros y algunas narices sangrantes.
Otra diferencia enorme con la actualidad era que las mujeres
no participaban de estos espectáculos, ni como testigos ni como participantes
directas, a no ser que la trifulca se diera en un lugar público, que eso nunca
se daba porque los conflictos, fuera del colegio se resolvían en un potero o
lugar sin testigos. Las niñas cuando se disgustaban entre ellas se dejaban de
hablar y punto. Tal vez inventaban chismes de la otra y pare de contar, la
violencia era para los varones.
Para matonear y hacer sentir el rigor del castigo había varias
modalidades:
1.
La
ensalada: ni idea porque se llamaba así a caerle de sorpresa a un niño y darle
palmadas por donde cayera; algunos aprovechaban para soltarle un puntapié o un
rodillazo, como el agredido se agachaba y cubría su cabeza con los brazos nunca
sabia quien había sido el de la coz de burro.
2.
Coscorronera:
su nombre lo indica, era una serie de coscorrones en la cabeza, por supuesto,
se daban con los nudillos de ambas manos y como una lluvia de golpes que
iniciaba de sorpresa y así mismo terminaba entre las risas de los agresores. En
este caso también algunos salvajes daban puños a mansalva y sobre seguro.
3.
Chifladera:
con silbidos y gritos despreciativos contra el muchacho que se equivocaba en
algo que disgustaba a sus compañeros, de esta manera se le daba a entender que
era un pobre diablo. No sé cuando cambió esta significación pero veo en algunos
programas que los chiflidos son signo de aplauso y aprobación.
4.
Voleo
de tiza y almohadillas. Esto se hacía en los salones de clase en ausencia de un
maestro que no llegaba a la clase correspondiente y los proyectiles casi
siempre tenían un destinatario específico. La almohadilla no se arrojaba en
primera instancia porque primero se cargaba bien de polvo de tiza y luego se
sacudía sobre la humanidad de los elegidos, después de sacudida en la humanidad
del pobre pendejo de turno si ya volaba por los aires a discreción.
5.
Castigo
con almohadas en el dormitorio: era uno de los matoneos más suaves porque las
almohadas poco y ningún daño hacen, pero se le hacía sentir a la víctima que
debía portarse bien con los agresores.
6.
Los
apodos. Bueno, en el pasado todos teníamos un apodo, costumbre que sobrevive en
nuestros días, pero el apodo podía ser cariñoso (Pequitas, Sonrisal, Angelito),
de respeto (El Jefe, El cacique, Hércules) o cruel, que hacía sentir a la
victima el peso de sus defectos: Trompebagre, Panceburra, Culoetonta,
Chicheperro, El Cagao, Mangamiada, Muñecoetrapo, etc.
7.
Las
burlas directas, ironías, sarcasmos y demás herramientas del lenguaje para
denigrar a una persona en especial con referencia a su familia, su pueblo y sus
defectos se empleaban para despreciar a un chico. En primero de bachillerato yo
era el más pequeño del internado y del colegio, pero no me dejaba joder; no
sabía pelear pero tenía la lengua bien afilada y era el inventor número uno de
apodos, coplas, chismes y otros delitos menores; entonces, los grandes me
defendían a cambio de que les colaborara con coplas para sus enemigos y versos
de amor para sus enamoradas.
8.
Las
vulgaridades: ahora todos los muchachos se llaman marica, o huevón; por mi
época estas y otras palabras se utilizaban con el fin de ofender y el madrazo
se lanzaba para buscar camorra, era eso que llamaban mentar la madre. Pero usar
estos vocablos como arma ofensiva era denigrante, decirle a un chico marica era
atentar contra su masculinidad y causa de muchas peleas; recuerdo un verso de
respuesta: Marica me dijiste/ marica me quedé/ pregúntele a su hermana/ cuántos
hijos le dejé.
Si esto era en un colegio normal, imagínense los bautismos a
los recién llegados en el ejército y en las universidades. Sé que algunos detalles se me pasan por alto
pero es la memoria que ya me falla a ratos. Aún se usa según me han contado
pero eran crueles al máximo, sobre todo en los cuarteles y en las cárceles, de
ese tema me encargo en otra ocasión.
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