martes, 18 de noviembre de 2014

LA MÁSCARA



LA MÁSCARA
Desde muy niña todas las visitas a su madre alababan sus tersa piel y la hermosura de su cara… acompañada de unos ojos verdes enormes y tiernos; su madre sonreía satisfecha, tenía a la niña más linda del universo y debía conservarla así para inspirar obras de arte en los artistas del mundo.

Llegó la pubertad y la juventud y el temido acné no apareció en ningún sitio de su epidermis facial. Bueno, nadie lo supo nunca pero se supuso que ninguna parte de su bello cuerpo tuvo el mínimo grano o espinilla. Olvidaba decir que la madre de este portento de belleza de piel recomendaba a su querida hija un cuidado extremo para evitar el menor signo de maltrato.

La hermosa de pueblo no aparecía en la calle en días soleados y, aún en días sin sol salía protegida por un velo sobre su rostro y una inmensa sombrilla que la resguardaba de la luz. Aprendió a sonreír sin mover un solo músculo de la cara para evitar que las arrugas hicieran aparición en las comisuras de la boca o en la frente. No expresaba ninguna emoción para evitar marcas en su piel, esas huellas que deja el tiempo en todos los seres humanos y se llaman arrugas.

Al morir su señora madre las costumbres inveteradas continuaron y cuando asistía a uno de los pocos actos sociales de la población daba la impresión de estar pintada en un cuadro del siglo XIX por sus atuendos anacrónicos y su rostro inexpresivo. Llegó a los cuarenta años con su rostro perfecto y sin el sabor de una sonrisa. Cuando algo le causaba euforia y toda la gente reía ella hacia un ruidito sin abrir mucho los labios y que sonaba como a a a a a.

Comentaba a sus pocas amigas que pensaba llegar a los cien años sin arrugas y todas estaban seguras de que así sería, hasta que un día bajando a la plaza de mercado con su sirvienta resbaló en una cáscara de plátano y al caer de espaldas se desnucó en medio de las risas de todos los presentes que no sabían que estaba muerta.
Yacente en su ataúd se veía una bella sonrisa con que la adornó el empresario de las pompas fúnebres para darse el gusto de haber sacado este gesto por lo menos una vez en su vida a este cadáver perfecto.
Edgar Tarazona Angel



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