sábado, 30 de mayo de 2009

UNA MISA NEGRA


En diversos sitios, con diferentes personas y diversas oportunidades manifesté mi curiosidad y mi deseo por asistir a ese ritual llamado MISA NEGRA. Dios o el demonio escucharon mis palabras y me dieron la oportunidad de asistir y estar inmerso en uno de estos ritos demoniacos dentro del culto del señor Satán.
En uno de los sitios que frecuentaba en una época loca de mi vida me escuchaba un hombre joven, con una edad aproximada a la mía pero jamás intervenía en las conversaciones; o mejor, nunca hablaba, se limitaba a consumir su bebida y escribía sobre unas hojas que llevaba en una mochila indígena. Una de sus características notorias era su vestimenta: siempre de negro, ningún color turbaba el sombrío color oscuro. Lo único que brillaba sobre su pecho, colgando de una cadena de plata, era la cruz de Salomón.
Una noche me abordó y sin preámbulos me manifestó:
- ¿Quiere asistir a una misa negra?
- ¡Sí! –contesté con seguridad.
- Lo espero mañana en esta dirección…
Me la repitió tres veces y no quiso que la escribiera. La cita era para las nueve de la noche en una esquina céntrica de la capital. No me explicaba porque tanto misterio si el lugar era concurrido y los transeúntes podían percibir cualquier detalle raro como el que quería presenciar. Estaba equivocado. A la hora en punto apareció, como siempre de negro, pero, en lugar del abrigo llevaba una capa; me saludó con una inclinación de cabeza y, poco después apareció una camioneta tipo furgón en la cual subimos cuando paró.
No había el mínimo resquicio para mirar hacia afuera. Una ventanilla comunicaba con la cabina del conductor pero solo podía ser abierta por este. Intenté decir algo pero mi compañero puso su dedo índice sobre los labios y me silenció por todo el trayecto. En mi cabeza algo me decía que el automotor daba vueltas y vueltas para despistarme y media hora más tarde paró, sentí el chirriar de una puerta metálica, el carro volvió a rodar, percibí un ligero descenso y se detuvo en forma definitiva. Al abrirse las puertas dos encapuchados vestidos como los nazarenos de las procesiones de la Semana Santa estaban esperándonos. La luz era tenue y sin mediar palabra emprendieron la marcha por un corredor interminable, sumido en la semi penumbra.
Llegamos a un cuarto con casilleros en todas las paredes y, al quedarme a solas con el joven que me invitó, traté de hablar pero él se desnudó y se cubrió con uno de los tétricos hábitos negros y el capuchón idénticos a los de los seres que nos recibieron mientras me indicaba un atuendo igual y una señal inequívoca de que debía utilizarlo. En mi interior pensé asustado: “Ya llegué hasta aquí, quien putas me mando meterme en este enredo, ahora me queda seguir hasta el final”. De allí salimos por una puertica lateral que nos llevó a otro pasillo y luego a un enorme salón lleno de encapuchados, todos idénticos y todos silenciosos.
El salón, de forma circular, estaba alumbrado por trece cirios colocados en repisas adosadas en la pared, cada uno pegado a un cráneo humano; algunas calaveras conservaban piltrafas de cuero cabelludo y mechones de pelo. De las velas salía un humo espeso con un olor raro, olor dulzón que se fue metiendo en mi cerebro y poco a poco me tranquilizó. En el semi sopor que me fue invadiendo caí en cuenta que era un viernes y por fecha viernes trece. En el centro de la sala había dibujado un círculo e inscrito en el círculo la estrella del Gran Rey Salomón, patrono de brujos, hechiceros y satánicos. Y en la mitad de la estrella y de la circunferencia un altar en mármol negro donde reposaba un cuerpo, lo deduje por las formas ya que estaba cubierto por un lienzo blanco, un detalle que rompía la monotonía de la oscuridad reinante.
De algún lado salían cánticos que semejaban los cantos gregorianos. Coros a capela en latín, me pareció; las dudas debía guardármelas porque nadie hablaba, lo que más se parecía a un lenguaje era el ronroneo de algunos que llevaban la melodía de la música mientras sus cuerpos se bamboleaban. No podía saber si había mujeres entre los encapuchados pero las dudas se desvanecerían con el correr de los minutos.
No supe de donde, apareció un personaje imponente vestido de blanco y con un collar terminado en una cruz egipcia, siempre en plata. Sobre el pecho repetía el mismo círculo y la cruz de cinco puntas, el símbolo de Satanás, o señor Satán. Se acercó al altar y descubrió el cuerpo; pertenecía a una hermosa adolescente, era un rito de iniciación (eso lo descubrí después, cuando se me pasó el susto y leí sobre Demonología y ritos satánicos) y el Gran Maestro la desfloraría en frente de todos los asistentes; el sumo sacerdote sacó un cris malayo de hoja retorcida, pronunció unas palabras cabalísticas en el mismo lenguaje incomprensible con el puñal levantado en lo alto; mientras, la música cambió y empezaron los sonidos electrónicos de KISS a un volumen más alto; el volumen del ronroneo también aumentó y el oficiante hizo un corte bajo el seno izquierdo de la joven; a medida que manaba la sangre de la herida abierta, el volumen de los rockeros y de los asistentes subía; con un hisopo el hombre recogía la sangre y aspergeaba a los reunidos.
Yo sentía que el corazón me palpitaba a mil revoluciones por minuto; ya no sabía si era miedo o excitación. En algún momento el hombre se despojó de la túnica y descubrí que todos íbamos desnudos debajo de ese hábito de tela burda, entonces procedió a quitar la virginidad a la niña. Mientras el hombre penetraba salvajemente el cuerpo indefenso pasaron repartiendo un bebedizo extraño, no puedo decir el color (a la luz mortecina de las velas todo era fantasmagórico y tétrico), pero el sabor era parecido al olor del humo que desprendían los cirios que ya estaban a punto de consumirse.
El brebaje debía contener algún afrodisiaco, revuelto con alucinógenos y qué sé yo que más porquerías; lo cierto es que me excité al máximo y comencé a sentir jadeos a mi alrededor mientras las luces se iban extinguiendo una a una lentamente, hasta la oscuridad total. Alguien me abrazó por detrás y sentí en mis espaldas la protuberancia de dos senos, me di vuelta y besé con desespero los labios ávidos que esperaban mi boca, después me revolqué en el suelo con mi amante ocasional que fue una de las cuatro o cinco que tuve durante esa noche sin madre. En algún momento otros labios ansiosos me oprimieron la boca y yo correspondí con idéntica ansiedad; al bajar la mano a la entrepierna de mi pareja sentí la erección de otro pene, le pegué un empellón al cuerpo anónimo y seguí buscando vaginas en la oscuridad.
Desperté molido, oliendo a semen y a sexo por todas partes. Estaba vestido con la ropa que traía y junto a mí estaba el joven que había hecho realidad mi deseo. Me dolía todo, hasta lo que no debe doler, en especial el alma. Me sentía sucio y la palabra demonio me zumbaba en el cerebro. Recorrimos el camino de salida a la inversa; subimos al furgón que volvió a dar todas las interminables vueltas para despistarme y me dejaron en el mismo sitio donde me recogieron.
Al otro día, ya despejado, me dije que era un mal sueño, una pesadilla y me desvestí para pasar a la ducha. Me paré frente al espejo para observar las enormes ojeras y descubrí en mi pecho, sobre el corazón, tatuada en forma artística e indeleble una magnífica estrella del Gran Rey Salomón.

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