miércoles, 30 de septiembre de 2009

AUTOBIOGRAFIA DE OSIRIS











Esta biografía no necesita prólogo porque es una historia amarga, estos años los recuerdo como mi prisión infantil y juvenil; transcurrieron llenos de anécdotas y detalles pero, si pudiera borrarlos del libro de mi vida, lo pensaría varias veces, y al final, creo que lo haría. Recibí muchas cosas buenas en el colegio de varones donde pasé interno setenta y dos meses: el final de mi niñez, mi pubertad y el comienzo de mi adolescencia transcurrieron entre esas paredes Sin embargo, tengo tantos recuerdos de esa temporada lejos de mi familia y de mis amigos que descubro cosas rescatables entre toda la soledad, tristeza y desamparo que sentí y, después de treinta y seis años, creo que puedo hablar sin hacerle daño a nadie.






Comencé mi vida estudiantil en la Normal sin ánimos; no quería ser profesor pero mi madre no podía sacarnos adelante con facilidad por razones que digo en resumen: once hijos, de los cuales una hija muerta a los pocos días de nacida, según dijo, y un marido sinvergüenza, mi padre, así que, según una ley de la república, como mi mamá tenía derecho a una beca por cada cinco hijos, pues me escogió para estudiar algo que nunca en mi vida había pensado ser: educador de niños y jóvenes. Lo hizo porque yo era el primogénito y recaía sobre mí la responsabilidad de sacar la cara por los demás hermanos menores. Recuerdo que, recién graduado, recordé las recomendaciones maternas y cumplí hasta donde pude mis recién adquiridas obligaciones, pero me remordía algo en el interior, que me decía que algunas eran de mi papá y no mías; en fin, me estoy adelantando al relato de esta parte de mi vida.






En las horas solas de mi niñez siempre quise estudiar algo relacionado con las matemáticas y el diseño. En mis soledades iba a la casa de una de mis tías abuelas (Ricarcinda, que lo único malo que tenía era este nombre tan horrendo para una persona tan dulce, tierna, bondadosa y misericordiosa) y le pedía, por favor, que me prestara los juguetes de mi primo, casi sin estrenar y que, a él, no le llamaban la atención; mi preferido era un mecano con el que construía máquinas extrañas y edificios fantásticos y pasaba horas y horas alejado del mundo real que terminaban, generalmente, cuando llegaba mi primo a desbaratar mis sueños; una de las formas era destruyendo las construcciones extraordinarias que yo había levantado durante largas horas; algunas caían de una sola patada. La madre postiza de mi primo postizo se llamaba Emilia y la recuerdo como una señora severa, sin sonrisas y, mucho menos, concesiones a los niños; al fin y al cabo nunca los tuvo porque mi mal llamado primo no era tal sino el hijo de una mujer que fue criada del servicio en la casa y quedó embarazada (en la época era un pecado gravísimo la concepción por fuera del sagrado matrimonio) y, como la señora de la casa, o sea una de mis tías abuelas, no podía procrear, pues, sencillo, el hijo de la sirvienta se convirtió en el primogénito de la señora de la casa, Con los tiempos, esta adopción que nunca se legalizó, ocasionó más de un problema en el seno de la familia ÁNGEL y apareció el padre biológico de mi primo, que resultó homónimo de él, no sé si por coincidencia o porque las tías le colocaron a propósito el mismo nombre debido a que ellas sabían la historia y nos la ocultaron siempre (El padre biológico de Miguel había tenido relaciones con una muchacha del servicio de las tías)); de esto pasaron muchísimos años. Bueno, el cuento no era mi familia, por ahora, sino la razón de mi encarcelamiento, que no internado, en la bella y fría ciudad de Zipaquirá. Mi santa madre cambió mis gustos por un plato de lentejas que, en este caso, fue una beca; yo aspiraba a estudiar en el Instituto Técnico Central de Bogotá y obtuve el primer puesto entre mil y un candidatos; pero eso no valió, mi madre decidió por mí (en una época en la cual las razones de los menores de edad valían nada) que mi futuro estaba en la Escuela Normal y allá me fui obediente a martirizarme la vida seis años. Hasta hoy, juran y recontra juran que la pasé como un pachá oriental; la mierda, hoy, después de que ha transcurrido tanto tiempo, tengo la oportunidad de decir muchas verdades que van a causar rasquiña; estudié en Zipaquirá por obediencia, por no pecar contra el cuarto mandamiento, para no defraudar a mi madre que ha sido a lo largo de todos los años la imagen de la rectitud, la honradez y el carácter, Si hubiera sido para darle gusto a mi papá o a mis hermanos se habían jodido.






Como fui el mayor de la familia, me inculcaron el deber de ayudar a mis hermanitos y yo traté de cumplir con el sagrado deber. Tantos años después, estoy convencido de que hice lo necesario y lo suficiente con mis hermanos; no puedo decir lo malo porque están vivos y pueden defenderse. Lo más difícil fue que mi abuela paterna me había consentido durante doce largos años, hasta el extremo, y me volvió un inútil. Cuando, a los doce años, llegué a la ciudad de la sal no sabía nada, pero nada de nada; siempre fui el bebé de mi abuelita y ella me hacia todo; y todo es todo; desde tender la cama hasta embetunarme los zapatos y darme la sopa a cucharadas: Algo malo que me haya ocurrido en la vida fue llegar al internado sin mi abuelita porque sufrí todos los demonios de la “Divina comedia” y otros más, creo que los del Apocalipsis de san Juan más otros que fueron apareciendo por el camino. Llegué como un niño mimado y a los golpes aprendí a ser hombre, hombre macho, cuando ser macho conllevaba una aureola de valentía, de honor, orgullo y otras arandelas de las cuales podía uno pavonearse; con el tiempo y la compañía femenina, que nunca me ha faltado en la vida, seguí siendo hombre pero se perdió el macho en los vericuetos de la conciencia. ¡Dios mío, como he querido y amado a todas las mujeres que, en alguna forma, me han acompañado en el ya largo vivir. ¡Cómo las quiero a todas pero, desafortunadamente, sólo tengo corazón para una, la de toda la vida! Dios sabe cuántas y tantas oportunidades tuve... y deje pasar, no por santo o por mojigato sino por hombre de verdad.






En Zipaquirá viví en los límites de la homosexualidad y presencié tantas y tantas cosas que ahora, en la distancia, a veces pienso que fueron sueños y no quiero dar nombres porque yo puedo asumir la parte que me toca pero mis antiguos amigos y camaradas tal vez no. Vivimos una realidad triste y solitaria, en estos momentos sé que, la mayoría, disfrutan económicamente de momentos holgados con sus mujeres y sus hijos y no desean rememorar los momentos vividos hace casi cuarenta años y yo, no quiero recordárselos. Todo lo que escribo está pensado para dejar un testimonio de un ser humano que vivió una vida especial y que quiere dejar su evidencia para su mujer y sus hijos y, de pronto, para algún curioso que se quiera meter en la historia real de muchachos que vivieron muchos años antes que él en el mismo colegio, bajo el mismo techo, los mismos salones pero en otra época, con profesores distintos y una visión de la vida que en nada se parece a la de las generaciones de hoy. En el momento de escribir estas líneas me entero de que mi colegio ya no es ni la sombra del que tengo en los recuerdos. Todo cambió para desmejorar; la fama de ser una de las mejores escuelas normales quedó en la historia; ahora es un colegio integrado (no sé por qué demonios no les dejaron el término de mixtos a los colegios que acogen hombres y mujeres, sino integrado), con una notoriedad desastrosa, donde ya no preparan jóvenes para la docencia y los que estudian allí no sienten el orgullo de ser sus alumnos. Yo tengo recuerdos amargos debido a mi indisciplina, no por la formación y educación recibidas allí y, pase lo que pase, llevaré con la frente alta y con mucho orgullo y altivez el título de ex alumno de la Escuela Normal de Zipaquirá.






Recuerdo mi llegada a esa pequeña ciudad, procedente de otra pequeña ciudad, con un baúl arcaico y un maletín triste que tal vez había pertenecido a mi abuelo; me acompañaba mi papá y, como llegamos temprano, con demasiado tiempo por delante, buscó una tienda, igual que hacía siempre, y se sentó a tomar cerveza; en pocos minutos se hizo amigo de la señora y por derecha la nombró mi acudiente en el colegio; a esa maldita vieja nunca la vi representándome y más bien era mi propia madre la que con lágrimas en los ojos me salvó de la expulsión definitiva en varias ocasiones por algún desliz infantil o juvenil, en especial durante los primeros cuatro años. En quinto y sexto grado me ajuicié, creo, no estoy seguro, pero lo cierto es que no me quitaron más sábados y domingos como en primero y segundo.






Mi padre fue una embarrada en muchos aspectos porque sólo se preocupaba por él y, sin embargo, tenía una forma tan especial de ser que uno no tenía otra posibilidad que amarlo, a pesar de lo que dijera mi madre. Ella, igual que toda esposa de borracho, espera que su cónyuge cumpla las promesas y, mientras tanto se queja, delante de quien quiera oírla, de todas las desgracias que tiene que soportar con el alcohólico. Mi padre tomó lo suficiente para emborracharse ese primer día y, cuando llegó la hora, me dijo que me fuera; la señora me vio tan desvalido y solo que le dijo que me llevara y volviera; el viejo hizo las cosas tan rápido, como las recuerdo, que me dolieron y sentí que él y mi madre en alguna forma se estaban deshaciendo de mí. No sé porque lo hacía mi papá pero estoy seguro de que se comió a esa maldita vieja, no sólo ese día si no muchísimos otros y yo la odié y después supe por las lenguas viperinas de mis compañeros que mi padre iba a Zipa, de vez en cuando, y se la comía y no pasaba por mi colegio a visitarme. Don Leopoldo, que en paz descanse, fue un padre recordable pero, según mi madre poco responsable; como ya estaba dicho; no sé qué pensar después de tanto tiempo; personalmente, y fuera de Zipaquirá, tengo otros recuerdos que no comparten mis hermanos: el restaurante, los billares, la carbonería, sus negocios fantásticos, la buseta que manejó en los últimos años de vida en Ibagué y tantas otras ideas que viví y compartí con él porque me consideraba el depositario de sus sueños y continuador de sus ideas. Mi hermano Néstor es como su segundo yo y tiene unos sueños locos parecidos a los de mi padre; le voy a colaborar con dinero y mercancía para que cumpla sus metas pero este no es el tema del libro, lo que pasa es que me acostumbré a escribir y escribir todo lo que me llega a la cabeza y me siento súper bien. Don Leopoldo me dejó tirado en un internado de una ciudad desconocida, a los doce años, en la primera vez que yo viajaba lejos del pueblito de mi infancia, de la casa y de las faldas de mi abuela y de mi madre, que no me quería tanto, a una ciudad que quedaba en el fin del mundo (es un decir, porque la distancia en tiempo era de tres horas y unos 90 kilómetros de distancia mal contados. En la época, y lleno de miedos, me parecía el otro lado del mundo (hoy se recorre la distancia en una hora y media en carro particular); me sentí como un gusanito en una fiesta de gallinas, indefenso, triste y solitario; ese día aprendí a no llorar nunca más porque lloré mucho y se me secaron los manantiales de las lágrimas. Por el resto de mi vida casi nunca lloré y, cuando lo hice, después de los cincuenta años, casi me muero. Mi mujer de toda la vida, mis amigas de siempre, y todas las mujeres que me acompañaron en una u otra forma me enseñaron a ser hombre, de esos que sienten ternura y se apenan por los sufrimientos ajenos. Hombre de los que aman a las mujeres, que no hombres de los que quieren aparentarlo; sin embargo, no lloraba y no porque no deseara hacerlo, no lloraba porque no me salían lágrimas y no podía inventarlas. En el colegio si lo hacíamos y era muy fácil, cuando nos citaban a responder por faltas contra la disciplina ante el prefecto, nos aplicábamos en los ojos Mentol #4, una pomada espantosa que aflojaba los manantiales de las lágrimas y entrábamos en la oficina hechos una Magdalena. Alguno ensayó con cebolla pero el director detectó el olor no le comió cuento, entonces todos decidimos no utilizar este remedio.






A Zipaquirá le debo una curación milagrosa. Transcurridas casi cuatro décadas nadie ha encontrado otra explicación racional. Desde bebé sufrí de ataques de asma que me llevaban a las puertas del infierno. El que no sufre de asma no alcanza a comprender la angustia de un enfermo que está convencido de que le llegó la última hora en una muerte lenta y dolorosa por asfixia. El aire no quiere entrar en los pulmones y uno siente que todo empieza a desaparecer en un ahogo mortal. Trata de introducir oxígeno en los pulmones y sólo se escucha un sonido agónico característico. Suena como un fuelle en mal estado que ya no quiere funcionar y en cada ataque uno se encomienda a Dios, a Su Madre Santísima y a todos los santos, busca con ansiedad una ventana, si está en un cuarto o lugar cerrado, o sale a lugares abiertos tratando de respirar. Después de un tiempo más o menos prolongado que al paciente le parecen siglos, retorna la respiración, desaparece el ahogo y la vida vuelve a ser feliz. En este estado lamentable transcurrieron los primeros meses de mi vida como interno en el colegio de mi juventud. Como los profesores habían sido avisados mi cama estaba en la puerta de uno de los tantos dormitorios idénticos con treinta camas cada uno. Era el primero del tercer piso y si me ahogaba salía a un corredor larguísimo con balcón que daba al patio que cumplía también como cancha de baloncesto. Interminables noche vi abajo esa cancha solitaria y arriba un hermoso y límpido cielo estrellado. En algún momento Dios escuchó los ruegos de mi abuela, mi tía Rica, la empleada doméstica y mi madre (la dejé de última porque era la que me demostraba menos cariño), comencé a pasar las noches sin angustias y todos los días me parecían un milagro sin asma. Los seres humanos somos una porquería. Yo, en primer lugar, en vez de dar gracias a Dios por tanta bondad, me convertí en una lepra (era el término de la época para designar a los indisciplinados), no hubo profesor que no tuviera quejas en mi contra, por lo menos durante los tres primeros años de secundaria en la Normal Superior.






Ese primer año había dos primeros, dos segundos, dos terceros, dos cuartos, un quinto y un sexto. Para distinguirlos la nomenclatura era muy sencilla A y B. La A correspondía a los menores en edad y en estatura. Todos los años estuve en el grupo A. Mi primer curso era bonito; todos éramos pueblerinos, o provincianos; en el B estaban los de la Capital y se creían la mamá de Dios. Con los días pasaron a mi salón a Ríos y a Jiménez (no sé porque siempre recuerda uno a los compañeros por el apellido o por el apodo), “Botella” y “Cachalote”, respectivamente. Bueno, olvidaba que mi gran amigo Tibaquirá, alias el “Sabio”, también era capitalino. Mi grupo personal era el de los menores en edad y estatura, sin embargo, jamás nos dejamos joder de nadie y eso hizo que obtuviéramos fama, nos llamaban “La tribu” y a mí me nombraron “Cacique”. Durante los seis años tuve varios apodos y no sé si después explicar el origen de los sobrenombres: Además de “Cacique”, el primer año me llamaron “Truco” o “Truquitos”, “Tarzan” porque un mal día el profesor Romero “Mararay” al leer la lista de castigados leyó Tarzan Edgar por Tarazona; En segundo o tercero me apodaron “RIN RIN” a causa de un poema de Rafael Pombo que declamé durante una izada de bandera.






Olvidaba contar lo de las Colonias, así, con mayúscula. De acuerdo con la región de procedencia se agrupaban los internos: los costeños, los tolimenses, los llaneros, los paisas (Colonia que agrupaba los muchachos de Antioquia y Caldas, en esa época no habían dividido este departamento), los santandereanos, uno que otro pastuso o las minorías de otras regiones. Pero las colonias "bravas" eran las de los pueblos. Las más numerosas eran las de Guasca y La Vega. En estas cuentas no figura Zipaquirá porque no los considerábamos Colonia, era simple, como vivían en la ciudad iban, asistían a sus clases y salían a sus respectivas casas, no sentían la necesidad de agruparse y frecuentaban las diferentes agrupaciones sin darse cuenta de los límites invisibles, que no eran graves. Todos éramos una gran familia y, en todo el tiempo de permanencia en el internado jamás presencie disputas o altercados con consecuencias desastrosas. Lo máximo que ocurría era una puñetera entre dos representantes de las colonias, narices reventadas y pare de contar. Cada Colonia tenía sus características: los costeños, como siempre han sido: desenvueltos, desenfadados, alegres, escandalosos, fiesteros. Los paisas: dicharacheros, exagerados, mentirosos, regionalistas, con un gran sentido del valor familiar y las mayores creencias religiosas, eran, de lejos, los mayores rezanderos del internado. Los santandereanos, los tolimenses y los llaneros se disputaban el primer lugar como camorristas, por lo general no pasaban de ser escandalosos. Solo una vez, en unos billares del pueblo, unos hermanos Guayacán, llaneros, se enfrentaron a tiros con la policía, el problema no pasó a mayores porque no se supo quienes habían disparado y la anécdota quedo en el recuerdo de los internos que la escuchamos con la boca abierta por la admiración. Los más petulantes, agresivos y montoneros eran "Los guascas", se basaban en la mayoría numérica y nadie se metía con ellos. Ningún año bajaban de treinta pero, en términos generales, eran muchachos como todos y recuerdo buenos amigos de ese pueblo. La Colonia de la Vega o "veguna" contaba con quince a veinte integrantes, me aceptaban a medias porque allí nací pero me crié en un pequeño pueblo llamado Chipaque, perdido en el mapa; yo también me sentía extraño entre ellos cuando hablaban de los personajes de mi supuesta cuna y yo no podía decir nada. Siempre me integré a los bogotanos que jamás formaron colonia, ¡Qué benditos! Eran mayoría pero se dividían según los barrios de procedencia, de manera que los del Sur formaban su grupo, los del Centro, Los del Norte, Los de Fontibón, etc. y ningún grupo se conformaba con más de cinco integrantes. Si hubieran sido unidos nadie pudiera con ellos. Mis mejores amigos fueron de Bogotá del Sur y del Centro. Los del Norte eran fantoches, petulantes, soberbios y estaban de paso. Creo que llegaban por obligación, a cumplir un año de castigo, lo cumplían y no regresaban el año siguiente.






Había turnos de disciplina que cumplían los profesores por turno de lunes a viernes: Los fines de semana también se turnaban pero eran distintos a los de entre semana y teníamos nuestros preferidos. Le teníamos pavor a un profesor Raimundo Rodríguez “Helena”, por no decirle enano, a causa de su corta estatura, una cuchilla por su severidad y preferíamos a otros como Humberto Garzón “Doña Vetulia” porque era una madre católica y bien tetona, que en lenguaje estudiantil significaba que podíamos hacer lo que se nos viniera en gana. Otra cuchilla era Publio González, el otro profesor de educación física. Nos gustaba y era motivo de diversión que el gran profesor Luis Alberto Neira Bonell tuviera el turno del fin de semana; era estricto pero, sin falta, el sábado llegaba borracho a las diez u once de la noche, tocaba la campana, nos hacía formar en el patio, se subía al tercer piso y comenzaba a declamar: Recuerdo en especial “La araña” de Julio Flórez; en realidad a nosotros no nos desagradaba en absoluto, lo hacía bien y echaba chistes subidos de tono. Claro que en clase y con la mente lúcida era el extremo opuesto; de todas maneras jamás se nos ocurrió sapearlo por sus borracheras, fue un gran profesor. Es una de las tres personas a quienes adjudico el título de Maestro, así con mayúsculas. Años después vine a saber que no tenía título universitario y nunca le hizo falta porque, además de su sapiencia en matemáticas, era filósofo y sabía latín, francés y algo de griego. Cuando supe de su muerte sentí un terrible vacío en el alma y comencé a pensar en escribir este libro. Paz en su tumba y quiero decirle a los lectores que ese día quise llorar y no pude. Sus enseñanzas salvan lo malo que sentí durante mis seis años.






Viví setenta y dos meses aparentando ser macho pero sin sentirlo. Sé que mis grandes amigos del internado se van a sentir reflejados y, si esto se publica, se van a alinear a uno u otro lado, los que aceptan la verdad de lo que cuento y los que la niegan; estos últimos no importan, a la larga, fueron los amargados que discutieron sin razones contra todo lo que no entendían: la música de la época, las vestimentas, las costumbres y otras cosas que tratamos de imponer. Sin ninguna razón aparente me puse del lado de los muchachos de Bogotá que traían la música de la nueva ola, las modas raras, los términos que molestaban a los mayores y, en general, un mundo desconocido para ese muchacho provinciano que era yo. La mayoría de internos eran pueblerinos y, por razones de género, yo debía incluirme en su grupo; pero no, algo me atraía hacia el otro lado y allí fue donde afilé dientes y garras hasta convertirme en uno de los líderes de la recocha y el desorden. En algún momento me cansé, unos cuatro años después, pero a medias, porque seguía siendo pícaro, medio mentiroso y medio tramposo y con mucha suerte.






Fue Jorge Rodríguez Rojas, uno de mis grandes amigos, quien me inició en las pintas de moda y en la música de la nueva ola que nos llegaba de México y Argentina en especial, pero también en los éxitos de “King”, El Rey Elvis Presley, y los Beatles; recuerdo en la distancia los nombres de los grupos y de los intérpretes en una mezcolanza de países: Raphael, Antonio Prieto, , Palito Ortega, Enrique Guzmán César Costa, Fabricio, Rocky Pontoni, Leo Dan, Leonardo Fabio, Rocío Durcal, Marisol, Pili y Mili y tantos otros, sin olvidar los conjuntos: The animals, Rolling Stones, Billy Halley, The Hooligans, Teens tops, etc. y los colombianos The Flippers y Speaker con los cantantes que ahora son hombres y mujeres maduros como yo: Oscar Golden, Harold Orozco, Claudia… Para mí fue una ventana milagrosa que se abrió ante mis ojos y oídos atónitos. Jorge me explicaba todo lo relacionado con los grupos de rock del momento y con el aprendí a escuchar las primeras estridencias de las baterías y las guitarras eléctricas que fastidiaban a los profesores, a los adultos, a los pueblerinos en general y a mi madre en particular. Me volví adicto a Radio 15, la emisora de la juventud moderna y del Club del Clan, un programa televisivo que pasaban los martes y los jueves y podíamos presenciar si el profesor de turno y el prefecto de los internos estaban de humor; en este programa comenzaron muchos de los ídolos juveniles colombianos como Claudia de Colombia, Harold, Oscar Golden y otros que no recuerdo en este instante. Los sábados pasaban un programa que para nosotros, en Zipa y en Faca, era espectacular y se llamaba Juventud Moderna, a las cuatro de la tarde y con duración de una hora. Fue la época de los coca colos, los pepsicolos, los chicos y las chicas a Yeyé y a Gogó y todo el caudal de innovaciones que llegaron al mundo en los sesentas. Ahora le doy gracia a Dios por haberme permitido ser parte de estos años y discutir con los que vivieron durante la época pero no la disfrutaron. Es distinto ser de los sesentas, como yo, haber estado de cuerpo presente sin participar de lo nuevo en este mundo durante los mismos años, como los pueblerinos. Entonces los despreciábamos y los tildábamos despectivamente de campeches, un término ofensivo para indicar su procedencia campesina. Esa rebeldía me ayudó siempre a comprender a los jóvenes y a dialogar con mis hijos.






Era asmático, con una ronquera terrible que no me dejaba dormir, y me ahogaba en horas eternas que mi abuela me lidiaba y que, después, solo, no tenía quien me consintiera; esos ahogos del demonio me hacían llegar hasta el infierno y no se los deseo a nadie. La pequeña ciudad de Zipaquirá tiene mi agradecimiento eterno; no la quiero pero tampoco puedo aborrecerla. En gran medida le siento simpatía porque encierra recuerdos de mi padre, con los míos; mi padre que hizo tantas cosa en mi vida nunca fue significativo para mí; y, en términos amplios, yo me hice solo, a pesar de lo que piensen mis hermanos y el resto de la familia. Tenía un baúl triste de pobre, un maletín más pobre todavía y unos sueños destrozados que ni mi padre ni mi madre podrían comprender; era el hijo mayor y me iba a graduar como maestro para trabajar y ayudarles en la cría de mis hermanos. En realidad ayudé sin exagerar y no espero, como no he esperado nada de la vida, que mis hermanos recuerden lo que pude hacer a favor de ellos. Mi padre me deja tirado, literalmente, en la puerta del colegio y se fue detrás de su nueva conquista, o eso creía yo, él funcionaba así y, durante toda su vida hizo lo que le vino en gana, hasta la muerte; mi mamá no sabía de sus andanzas o se hacia la que no sabía, pero el viejo era un vivo del demonio e hizo y deshizo todo lo que quiso. Me acompañó hasta la puerta y me dio una bendición desmañada porque ya el alcohol hacía efecto en su organismo. Lo recuerdo con su mano levantada en una cruz en la cual él no creía demasiado y yo un poco por conveniencia, porque así me habían educado, en el temor de un Dios castigador que me enviaría de culo para los profundos infiernos o la paila mocha, como decíamos por entonces, por toda la eternidad si no cumplía sus mandamientos .En la normal se encargaron de reforzar esta imagen en clase de religión y durante los retiros espirituales que se realizaban cada año; además de una misa semanal en la capilla del colegio y rosario diario durante el mes de mayo, mes de la Santísima Virgen, mes de la Madre, mes de las flores y, de pasada, el 15 día del maestro. De manera que entré por esa puerta que me encerraría durante seis largos y eternos años que me enseñaron a creer, olvidar, querer, odiar y desear con todas las fuerzas de mi alma irme para siempre de ese encierro donde, a pesar de todo, aprendí tantas cosas. Le agradezco a la Normal Superior Para Varones de Zipaquirá Santiago Pérez (este era el nombre completo de mi colegio) todo lo que hizo por mi y las herramientas que me entregó para toda la vida. Mi agradecimiento por las enseñanzas no quita la tristeza por el encierro ni la amargura por esa infancia irrecuperable que si se gozaron mis hermanos y los muchachos de mi barrio en Facatativá. Durante el primer año padecí mis ataques de asma durante noches infinitas sintiendo que iba a morir por asfixia; estos se fueron espaciando y, en algún momento del segundo año, se marcharon para no regresar, a pesar de los malos augurios de todas las personas que conocían de mi enfermedad y afirmaban que nadie se cura de asma para siempre. Durante mi estadía en Zipaquirá el temor de la recaída fue una constante que se debilitó paulatinamente con los años hasta desaparecer en el olvido. Con la curación se dio en mi cuerpo y en mi mente una transformación total; pasé de ser el niño callado, solitario y juicioso a niño inquieto, fastidioso e indisciplinado. En el colegio el castigo consistía en quedarse sin salida a la casa los fines de semana; casi siempre yo encabezaba las listas y, como el castigo se acumulaba, sonaba así: NN Tarazona seis sábados y seis domingos; ante eso no valía la pena comportarse bien porque trataba de hacerlo durante algunos días pero como ya tenía la mala fama adquirida, todo lo malo que ocurría en el curso era mi culpa, decían los profesores; a pesar de lo que dijeran primero A, mi curso, era de los mejores sino el mejor en todo menos en disciplina. Las listas de castigados se leían en público los viernes por la tarde, después de la última clase y todos los estudiantes formados, un profesor Romero me dio uno de los apodos que marcarían estos seis años cuando leyó: Tarzan NN seis sábados y seis domingos, la carcajada fue general y quedé bautizado, sin querer, con el nombre de uno de mis héroes predilectos. El director de nuestro curso Primero A era un maestro joven de apellido Mahecha que llegó como nosotros, nuevo y con deseos de trabajar; por su juventud le encomendaron la dirección de los pequeños, los enanos nos decían y, en secreto, otras cosas peores; de frente nos llamaban la tribu y a mí El Cacique porque los dirigía. Era pequeño y delicado y sin saber cómo fue apodado “Pildorita”, con uno de esos motes estudiantiles que hacen carrera y nadie sabe de dónde salen.






Alguna vez “Pildorita” llegó a escoger el representante del curso y recomendó especialmente que se eligiera al más responsable; para su sorpresa y la mía fui elegido por amplia mayoría y el preguntó ¿Tarazona es el más responsable? Y esas bellezas de compañeros respondieron que si y le explicaron porqué: cuando hay desorden en el salón, ¿Quién es el responsable?, Tarazona; la indisciplina en el comedor, en el patio y el dormitorio? El responsable es NN ¿Quien es el responsable de las caricaturas y coplas de profesores y estudiantes?, NN Tarazona. Conclusión, yo era el más responsable, no sólo del curso si no, tal vez del colegio.






Esos fines de semana son inolvidables en mis recuerdos, cada vez nos tocaba con un profesor distinto que era castigado con nosotros; algunos lo tomaban deportivamente y nos permitían jugar en el patio todo el tiempo; otros, más condescendientes nos permitían salir a la ciudad pero la mayoría nos metían a la biblioteca los dos días y ponían al celador del colegio a vigilarnos mientras ellos salían a lo suyo. De este castigo me queda el recuerdo de los clásicos griegos y latinos, los rusos, escritores interesantes como Alejandro Dumas, Emilio Salgari y Julio Verne, principalmente. A los demás les parecía castigo porque ninguno tenía el hábito de la lectura que yo había adquirido durante las interminables horas de soledad en mi niñez. Parece que, a pesar de lo enfermo o tal vez por eso, yo era un niño preguntón que no se satisfacía con las respuestas normales e indagaba hasta el cansancio. Mi tía Graciela, una de las solteronas de la familia, que en realidad no era mi tía sino mi prima en segundo grado porque era prima hermana de mi madre, se dio a la tarea de enseñarme a leer lo cual, según recuerda la familia, fue tarea fácil, de manera que a los tres años yo leía pero no escribía. A partir de entonces, cuando iba a preguntarle ella sacaba un libro de la biblioteca, buscaba el tema y me lo entregaba para que leyera la repuesta a mi inquietud, recuerdo con especial cariño una enciclopedia que, muchos años después actualizaron y, según yo, se la tiraron, “El tesoro de la juventud” en veinte tomos; mi madre, al descubrir mi pasión por los libros, hizo el gran esfuerzo de su vida y compró la enciclopedia; mi padre, que por esa época tenía dinero y buenos negocios cada vez que iba al pueblito donde pasé mi infancia me llevaba cuentos ilustrados, muchos, muchísimas revistas infantiles que yo leía casi con desesperación pero sin perder mi amor por El tesoro. A los doce años, en el internado, comencé a sospechar algo que sabían la mayoría de mis compañeros, las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, tema tabú en los sesentas. En mis largas horas de biblioteca buscaba con afán entre los libros pero, curiosamente, todos mostraban hasta el cansancio los sistemas, órganos y aparatos del cuerpo humano pero excluyendo sistemáticamente los órganos sexuales; vine a conocerlos por las revistas pornográficas de la época que llevaba Cachalote y alquilaba por unas monedas, como yo era uno de sus pocos amigos no me cobraba y pasábamos horas en un escondrijo que nunca nadie descubrió; cualquier día voy a la normal sólo por ver si lo encontraron y taponaron, espero que no y que sea el refugio de algún niño solitario: salvo el nombre de algunos profesores, a los demás personajes los voy a denominar por su apodo; me queda más fácil y práctico y, como ya le cogí el gusto a esta remembranza voy a seguir de corrido






En cuarto tuvimos una clase mal llamada de anatomía, en ella aprendimos huesos, músculos, nervios, sistemas, órganos, enfermedades, etc... ¿Pero de aquello?, Nada, Profesor Segura, ¿Qué es un chancro?, el pobre hombre tosía, se ponía como un tomate, se ahogaba y, al final nos mandaba sacar una hoja para hacer un cuestionario. Muchos años después nos encontramos en la vida como compañeros de trabajo y no había superado sus miedos relacionados con el tema del sexo que, entre otras cosas, a mi también me marcó desde la infancia solo que yo lo asumí en otra forma, a pesar de las bromas e historias sexuales de los grandes en el colegio; cuando estaba en primero los grandes eran los de tercero en adelante. Mi gran amigo de los seis años fue Rodrigo Tibaquirá López a quien le decíamos El genio y, en realidad el tipo era genial; nos entendimos porque era otro solitario pero de otra clase. Su mundo era la ciencia; como era un niño de mi edad pues tenía hábitos de niño, además era muy pobre, me contó que vivía en uno de los barrios de la capital con más tradición y pobreza, Las Cruces. Además de matemáticas le encantaban los libros de Tarzan el hombre mono y cada vez que podía me llevaba una de las novelas de mi tocayo gringo; también era un devorador de novelas del oeste y, como yo no carecía de dinero por los negocios que realizaba dentro del colegio, los viernes por la tarde a la hora de la salida de los demás, le daba para que comprara novelas, en algún momento teníamos tantas que no supimos cuales eran de él y cuales mías; otro amigo fue Napoleón, un muchacho llanero que me cayó en gracia por su forma de hablar y que era más ignorante que todos en algunas cosas pero sabía más de la vida; en su tierra era normal, o es normal que existan zonas de tolerancia donde se ubican los prostíbulos y claro, como su pueblo era muy pequeño, él conocía a las prostitutas en persona y muchas veces acompañó a su padre de regreso a casa a visitar los burdeles; nos contaba que allá eso era normal y las esposas lo asumen como parte de la rutina diaria; un esposo que consigue amante es un infiel y en alguna forma la esposa legítima lo recrimina pero una puta es una puta, asumen ellas, algo así como que no son mujeres, bueno, Napoleón fue mi amigo y hacíamos historietas ilustradas que un mal nacido apodado el Burro nos quitaba y se burlaba; un día fue tanta mi rabia que le busqué pelea y, por supuesto, me pegó y me hizo llorar; años después, cuando perdí el miedo al asma y los fines de semana entrenaba en la casa y en el barrio, Nope, el matón de cuarto trató de amargarme el rato, yo estaba listo para lo que fuera y le pegué como quise; ahora era el turno de El Burro; lo busqué y le di a entender en muchas formas que había llegado la hora de mi desquite y deseaba pelearme a los puñetazos con él y ya, pero no quiso; yo tenía dieciséis años, revelaba trece y me gané el respeto de los ‘grandes’; con mis amigos no se volvieron a meter y, en ese año llegó uno de los amigos que marcó mi juventud Jorge “Pinocho” Rodríguez; con él me asomé por primera vez a la vida real, Cachalote y Rodrigo eran niños, Pinocho Rodríguez era un hombre; Tenía diecisiete años y mucha experiencia; venía de uno de los barrios bravos de la capital y con él aprendí muchas cosas; me metió en la música de los sesentas con todo y moda, al principio me sentía incómodo con los pantalones ajustados hasta la rodilla y bota campana hacia abajo, botas negras de tacón cubano, camisas de colores chillones que hoy son normales pero en la época ocasionaban rechiflas por la calle y el peinado a lo Elvis, con el copete sobre la frente o, en otro caso el capul a lo Beatles. Llegó para cuarto grado y literalmente me separó de mis dos amigos que siguieron su timidez inmarcesible; yo seguí siendo su amigo pero algo se había roto; ambos, a su manera, eran niños capitalinos con más experiencia que yo en algunas cosas de la vida pero Jorge se las sabía todas; fuimos tan amigos que se quedaba en mi casa y yo en la de él y fue el único compañero del internado que sobrevivió a la amistad después de la graduación. Muchos años después, siendo decano de contaduría en una universidad de la capital, se lo llevó de esta vida un paro cardiaco. Con esa muerte terminaron mis afectos y recuerdos por el internado de la Escuela Normal de Zipaquirá.


La historia sigue… pero eso es otro relato






Osiris

2 comentarios:

  1. Hola mi querido amigo Edgar. Que interesante y triste tu vida de estudiante. Pero a pesar de todo lo que pasaste y lo que sufriste por tu dolorosa enfermedad, fuiste un muchacho fuerte, de caracter, y como tú dices, te criaste solo; aprendiste a ser un buen hombre, con valores, y amando a las mujeres, adorando a tu abuelita. Las abuelas como que a veces sabemos ser más madres que las mismas madres propias. Tu historia me emocionó mucho, aunque tú no lo creas. Es un honor para mi ser amiga de un hombre tan valiente, inteligente, sabio, y de buenos sentimientos como tú. Te admiro mucho maestro. Tu amiga, Carmen.

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  2. ¡¡¡¡¡¡¡Eres mi Tarzan favorito!!!!!!!
    jajajajaja

    Quien iba a decir que a mi ese niño asmático con los años me iba a enseñar tanto.

    Te admiro mucho y ahora más.

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