sábado, 12 de septiembre de 2009

La eterna y negra noche del quien sabe

A los que aman sin esperanza Mientras esperaba su llegada recordaba las manos cariñosas que le palmeaban la espalda, los dedos enredados entre los pelos de su cabeza y las palabras que, en momentos de inspiración tal vez, le susurraba cariñoso en el oído. Reconocía desde lejos el olor del hombre querido, tanto lo amaba que en un momento de desesperación era capaz de saltar hacia la libertad, sin pensarlo, a pesar de todos los castigos anunciados saltaría la tapia que la separaba de ese ser que consideraba tan superior, y a pesar de todo lo malo que pudiera ocurrirle, jamás dejaría de adorar. Su amor era puro, primario, instintivo, para siempre y hasta nunca, incondicional, sin concesiones ni traiciones, así lo viera con otras personas demostrando no solo cariño sino amor, lo quería como a nadie más podría entregar sus afectos, qué importaban los comentarios que hacían los allegados al objeto de sus sentimientos, lo amaba sin restricciones con un amor desmedido y total. Igual que todos los viernes de todos los fines de semana lo esperó, esta vez en vano, la puerta no se abrió y las palabras cariñosas que le dedicaba siempre, muchas veces con tufo alcohólico, no alegraron sus oídos, ni las manos amorosas acariciaron su piel como cada llegada; sus gemidos ahogados se perdieron en el silencio de la noche. Transcurrió otro día de angustia y desespero, el hombre no aparecía, ¿dónde estaría?, ¿quizá prodigando amorosos cuidados en otro hogar? La angustia de los celos mordió sus fieles sentimientos y una niebla rojiza de impotencia y de dolor invadió su ser atormentado. Miró la comida sin poder probar bocado a pesar de las palabras afectuosas de otras personas que también la querían y se prometió que si al llegar la noche no llegaba el causante de sus preocupaciones, se fugaría y saldría a buscarlo enfrentándose al mundo y a todos; al fin, ¿qué sabían los demás de adoración sin límites? La desesperanza aumento en su interior cuando de nuevo llegó la oscuridad y todos se acostaron a dormir, cuando el teléfono timbró y no pudo enterarse de la conversación, cuando las últimas luces se apagaron y con ellas su esperanza. Muy silenciosos, sus pasos rodearon la casa y con un impulso, en el que puso hasta el límite de sus fuerzas, trepó el muro y llegó a la calle desconocida, a la libertad. Empezó la búsqueda en los sitios donde permanecía más nítida la señal que había dejado en su memoria el causante de sus penas, el olor; salió de barrio y prosiguió la búsqueda mientras se preguntaba ¡por qué el dueño de sus emociones le hacía esta cochinada?, ¿habría conseguido remplazo a sus amores fieles?, cruzó infinidad de calles desconocidas, vagó por sitios disímiles hasta perder las esperanzas y decidió regresar al hogar. Le faltaba una sola cuadra para llegar cuando, de pronto, lo presintió cerca, todos sus sentidos se pusieron alerta, no estaba segura pero percibió su voz, su olor deseado y apuró la carrera de manera imprudente y al cruzar la última avenida que la separaba de los brazos de su adorado dueño, un automóvil imprudente atropelló su hermoso cuerpo. Tantas y tantas imágenes desfilaron por su mente; los recuerdos eternos del hombre que ganó su afecto, los paseos durante los fines de semana, las excursiones a diferentes lugares del país en época de vacaciones, los silencios cómplices cuando lo acompañaba hasta altas horas de la noche en su estudio, las llegadas de cada tarde y su paciente escucha mientras él hablaba de sus sueños y proyectos, los días de reposo en la calidez del hogar y los juegos ocasionales en el jardín. Ahora, ella sabía que todo estaba terminando para siempre, la agonía y el delirio le indicaban la llegada de la muerte… era su último instante irremediable, definitivo e inaplazable. En los segundos postreros de existencia sintió los brazos acariciadores alrededor de su cuerpo, las palabras amorosas, tiernas y cálidas susurradas en sus oídos moribundos y, en un desesperado esfuerzo, trató de abrir la boca para emitir algún sonido de despedida porque, pensó, mientras trataba de menear la cola, los humanos también pueden llorar por su perrita.

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