sábado, 12 de septiembre de 2009

Un mal paso cualquiera da en la vid

(Del libro Relatos macabreadores) "Lo que no pueden dar muchas mujeres lo da una sola" Después de la marcha del último invitado a su reunión informal de amigos la casa respiró tristeza y soledad. El eco de algunas risas vibraba en el aire, pesado por el humo y revuelto con los olores de las personas que se fueron, retazos de palabras quedaron enredados en las letras de las canciones, grabadas en los CD, que se escucharon innumerables veces durante la pasada noche; la mujer, sollozó su amargura inmensa mientras miraba por la ventana, en la distancia, los rayos del sol que se filtraban por entre las nubes rojas, anaranjadas y amarillas de ese amanecer sin futuro. Todos los fines de semana, durante dos largos años, se repitió la escena, en diferentes casas, en muchos sitios, jamás dejó de asomarse a una ventana, a un balcón, desde una azotea pera entristecerse con la aurora que le traía los recuerdos. Las fiestas repetidas le daban una tranquilidad efímera durante las horas en que sus amigos le hacían compañía pero, luego, nada… sólo las alcobas vacías, la humareda en la sala, el tufo alcohólico en el ambiente, el desorden desmedido y una congoja agobiante dentro del alma. Cerró la cortina y luego, desnudó la belleza escultural de su cuerpo ante el espejo; muchos hombres la habían cortejado, seducido, poseído ese cuerpo, jamás nadie volvió a despertar sus sentimientos, ninguno satisfizo sus deseos de un cariño lento y tierno, pareciera que una maldición desconocida impidiera aquella necesidad de amor humano con calor de sueño bello. Pensó con rabia en el causante de sus congojas y escupió rabiosa su recuerdo. ¿Por qué –se dijo- eso que todo el mundo llama amor verdadero es tan huidizo y poco probable como ganarse una lotería? Añoró las manos lentas y acariciantes del hombre que, durante tardes interminables le comunicaron todo lo que no hubiera debido conocer, esos labios que con besos infinitos le dijeron te amo, y la comunicación sin palabras de dos cuerpos entrelazados que nunca jamás se realizaría de nuevo. Ahora, tenía el éxito y la fama que no podían devolverle al ser amado, añorado y perdido. Descargó la ducha de agua fría y bañó su cuerpo mezclada con lágrimas, recordó a todos sus amantes ocasionales y las cosas buenas que cada uno aportó a su soledad y en su inventario mental no pudo conformar con todas esas noches de intimidad una sola que se equiparara a las que compartió con su amante perdido; maldijo su orgullo, y el de él, posiblemente también la recordara alguna vez con la misma intensidad emocional, cuando compartiera su lecho con mujeres de ocasión, y, como ella, sintiera deseos de retornar. Acostada en la enorme cama circular vio clarear el día, por las cortinas entrecerradas se colaban los rayitos de sol y pero a su alma atormentada no llegaba ninguna claridad. A sus pensamientos insomnes llegó la idea de tragarse su terquedad y su orgullo y llamar por teléfono al motivo de sus afanes; esperó que transcurrieran dos horas más para que la llamada no pareciera tan apresurada… cuando marcó el número deseado, en el otro extremo de la línea el teléfono repiqueteó sin que nadie respondiera, se le hizo extraño y mientras pasaba otro espacio prudencial de tiempo sirvió un vaso completo de trago que bebió de un solo tirón, sin respirar y se sumió artificialmente en un sueño que no llegaba y más bien flotaba en el sopor del alcohol. La vida continuó para ella y su mundo en la misma rutina de trabajo, encuentros ocasionales y placeres de momento que, por lo general, el goce era más para sus acompañantes que para ella. Bueno, ya era hora de doblegar sus principios, pensó, y buscar a su hombre. Marcó de nuevo y el aparato del otro lado timbró tres veces; alguien levantó el auricular pero no respondió, le pareció escuchar como una risita femenina fugazmente, luego, la voz anhelada contestó la llamada; soportó el golpeteo del corazón causado por los celos mientras imaginaba al objeto de sus deseos acompañado por una mujer, y hablaron, como en un murmullo tierno todas las palabras no pronunciadas durante tantas horas de ausencia. Cada uno había padecido lo propio tratando de encontrar en diferentes personas, tantas, lo que se hallaba en una sola. Del otro lado escuchó una tercera voz haciendo recriminaciones hasta que su amado gritó a la desconocida: ¡Vete para el carajo! Y después continuaron susurrándose los que sólo la ternura de dos amantes puede decir y decidieron encontrarse para recuperar el tiempo de los amores refundidos. Igual que una niña adolescente enfrentada a su primer cita de amor, ella llegó al lugar acordado para el encuentro; sentía que un peso exorbitante se desvanecía entre las brumas del olvido y lo más hermoso que jamás pudiera ocurrirle a un ser humano iba a envolverla en una niebla dulce y celestial. Los minutos interminables de la espera transcurrieron sin que a ella le importara el mundo que circulaba alrededor, mientras, se tragaba la ansiedad. El reloj imperturbable desgranó los minutos de manera inexorable, hasta cuando a ella, en su corazón enamorado,, apareció la impaciencia y una llovizna pertinaz la hizo refugiarse debajo de un tejado protector que, además, le permitía observar la esquina de la cita, no perdía las esperanzas. El retorno a su vivienda fue amargo, desesperado, tristísimo. Es un maldito desgraciado, infeliz, se repetía mordiendo las palabras entre los dientes porque no las pensaba sino las mascullaba y pensamientos de venganza inundaron su interior desplazando a las buenas intenciones. Entró a su residencia y, sin pensarlo dos veces, marcó el número de su admirador más odiado, aquel a quien el fastidio y el asco le impidieron siempre decirle que si, inclusive le había gritado en su propia cara que si en el mundo no quedaran más hombres, jamás de los jamases se acostaría con él; decidió entregarle su cuerpo para vengar el desplante de su amado, que creía recuperado, por la sencilla razón de que el incumplido sentía celos de él. Entre los brazos del escogido, rumiando su venganza y sintiendo asco y remordimiento por lo que acababa de hacer, sentía que el rencor se esfumaba y que el agravio del que la hizo objeto ya quedaba vengado. Deseó ardientemente que su incumplido amor se enterara de esta traición porque una de las causas de la escogencia de este amante fugaz era que el hombre desnudo, que sonreía como un imbécil a su lado, había sido el mejor amigo y como era tan lenguaraz muy pronto en la empresa todos se enterarían de su conquista y por derecha alguien le contaría a él. Despachó al hombre con repugnancia mal disimulada, sólo había servido a sus propósitos de desquite, prendió la TV para ver y escuchar el noticiero que pasaba las últimas noticias y quedó medio muerta; las autoridades policiales mostraban el cadáver de un hombre joven y apuesto atropellado a dos cuadras de donde ella tenía su cita, mostraban un documento de identidad del difunto y pedían a quienes tuvieran nexos con él pasar a la morgue de medicina legal a recoger el cuerpo, el hombre, decían, según testimonios de los testigos, atravesó imprudente una calle durante el cambio de luz del semáforo, llevaba un hermoso ramo de rosas rojas con una tarjeta que proclamaba a los cuatro vientos: “Feliz reconciliación”

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