Por Daniel Samper Ospina en REVISTA SEMANA
No se lo voy a negar a nadie: descansé cuando el ex presidente
Uribe no aceptó la invitación para viajar con Santos a la celebración de los 15
años del Plan Colombia en la Casa Blanca. Imaginaba la escena en el aeropuerto
militar de Catam y me llenaba de ansiedad. Uribe llegaría con Pachito Santos.
–Pero si la invitación era para
usted solo, doctor Uribe –le reclamaría Santos.
–¿Y no dizque uno podía traer una
maleta? –reviraría Uribe.
Pachito, efectivamente,
terminaría viajando en la bodega: su condición de carga para el uribismo lo
habilitaría para ocupar tal compartimento. Y Uribe amagaría con ingresar al
avión, pero instantes antes señalaría otra nave:
–Presidente Santos, ándate vos en
ese helicóptero, y nos vemos allá…
¿Cómo podía ser un vuelo de seis
horas en que Uribe y Santos comparten avión? ¿Pelearían a grito herido ante el
primer conflicto?
–Quitá el brazo de mi
apoyabrazos!
–El suyo es el de la derecha,
señor Uribe.
–Y el de vos el de la
ultraizquierda, traidor…
–Traidor usted, ¡rufián de
barrio!
–Parate a ver, canalla,
castrochavista…
–No puedo, porque me estoy
apretando el cinturón.
Posteriormente, se echarían en
cara la paternidad del escándalo de Reficar, asunto que, según Santos, comenzó
en el gobierno anterior. Y razón no le falta. La verdad es que el gobierno de
Uribe produjo unos engendros lamentables: para empezar, la propia presidencia
de Santos.
Con todo, era preferible la pelea
de los ex mandatarios a que se reconciliaran en pleno vuelo y terminaran
saludándose con cariño:
–Hola, Juan Manuel: pareces una
quinceañera.
Porque, en tal caso, ya no habría
motivos para apoyar a Santos. Siempre lo diré: Uribe es el primer responsable
de que no pueda ejercer mi antisantismo a plenitud. En el preciso momento en
que aclaro la garganta para hablar del gobierno perverso del presidente, surge
un grito guerrerista de Uribe que me obliga a situarme en la misma orilla, si
no de Santos, al menos de su proceso de paz. Porque nadie podrá quitarle al
presidente que delineó un proceso de paz sólido. Son las ventajas de saber
utilizar el delineador.
El hecho es que Uribe no viajó,
para fortuna de todos: no se sumó a la formidable celebración del Plan Colombia
en la que Santos tiró la casa por la ventana. Llevó dos aviones: dos. El
primero era una nave de carga acondicionada para invitados especiales, en la
que cabía un coctel entero: viajaron empresarios, políticos, ex generales
acompañados por sus familias. El avión casi hace escala en Cartagena para
recoger a medio Hay Festival. Pudo haber ido hasta Pum Pum Espinosa: ¡hasta la
Chiqui Echavarría!
Eso en cuanto al primer avión; el
segundo era lo que un periodista llamaba “el focker del presidente”, frase que
rechazo de entrada porque no es manera de llamar a un mandatario, tenga las
credenciales eróticas que tenga.
En esas dos naves, pues, la
comitiva se desplazó a Estados Unidos con la misma velocidad con que los
campesinos se desplazaban durante el Plan Colombia, y por un momento tuve la
felicidad secreta de no hacer parte del paseo, sin querer decir con esto que no
me habría encantado codearme con el general Serrano y su hijo Franz y estrechar
la mano de los senadores gringos que nos salvaron de nosotros mismos
desinteresadamente, muy queridos. Pero imaginaba a Telésforo Pedraza bailando
al compás del grupo Delirio, por ejemplo, y me resultaba liberador no ser
testigo presencial de la escena.
A medida que pasaban las notas de
prensa, sin embargo, reconocí que me estaba dando consuelo. ¿A quién quiero
engañar?, me dije: ¡habría dado la vida por estar en la cochada de los buenos,
de los que salvaron el país! Inundar las selvas de glifosato; ser sobrino de
Pastrana y no de mi tío Ernesto, por ejemplo, quien, dicho sea de paso, no
clasificó al paseo porque dejó vencer la visa. Ahora organiza un encuentro de desagravio
con los hijos de Barco y Belisario. Lo llamará ‘El Plan Barichara’, porque, por
consideración con el líder conservador, lo harán allá.
A la Casa Blanca, en cambio, viajaron los que
redimieron a la patria, aunque, por desgracia, no juntos. Pastrana no se quiso
montar en el chárter presidencial, e hizo bien, porque seguramente Santos lo
habría mandado en clase económica, mientras él se acomodaba plácidamente en
clase ejecutiva: Santos, finalmente, es un traidor de clase. Además, lo habría
sentado al lado de una silla vacía, para que recordara viejas épocas, y le
pondría conversación:
–Andrés, hombre, ¿por qué no le
gusta mi proceso de paz?
–Porque uno no negocia con
bandidos: máximo los nombra en la Secretaría General.
–Pero usted negoció con las Farc…
–Porque en mi época eran buenos.
–¿No será envidia?
–No señor: usted se recuerda que
mi proceso de paz sí fue serio, o si no pregúntele a Marbelle: llevamos a Jorge
Barón, a Gali Galiano. La gente estaba feliz. En cambio en este ni siquiera hay
despejes.
La jornada, en todo caso, terminó
de manera feliz. Hubo desayunos, bailes y discursos memorables. Tristemente,
Pastrana y Santos no limaron asperezas. Y Uribe sigue bravo. Pero siempre queda
la opción de que hagan las paces en otra cumbre. Quizás en los 15 años del Plan
Barichara.
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